viernes, 4 de julio de 2014

Esta entrada no es graciosa. Es el burdo relato de una conclusión sentimental. Debido a ello le recomendamos que no la lea


Estaba yo el otro día, creyéndome protegido por la seguridad de mi hogar, cuando de repente sucedió un evento que si no hubiera sido por una casualidad del momento ni me hubiera importado, pero el destino es caprichoso y me hizo reaccionar de una manera distinta a mi modus operandi. 

Resulta que yo me encontraba comiendo pizza boloñesa tranquilamente mientras veía la tele, y uno de los trozos tuvo la desfachatez de arrojarme un pedazo de carne embadurnado en salsa de tomate a mi camisa blanca. Esta camisa destaca entre las demás por dos motivos, primero, es la única camisa blanca que tengo, puesto que no me compro ropa blanca porque sé que disimula menos las manchas "¿y cómo es que te tienes esa camisa entonces?" Pues ahí entra en juego el segundo motivo por el que es atípica, me la regaló mi actual ex-pareja, y es la única camisa que me ha regalado una mujer ajena a mi familia.

A mí, la ropa me la trae al pairo, la verdad. Siempre he sido un despreocupado de la ropa. Soy de esos que se pone la primera camisa del montón de las camisas, y el primer pantalón del montón de pantalones. Y si combinan o no, pues me suele dar bastante igual. Por lo que no le tengo mucho aprecio a mi indumentaria, que suele ser bastante barata y reemplazable. Así que si estoy viendo una serie por la tele, y se me mancha la camisa con una mancha de salsa de tomate, mi reacción normal suele ser un "buah" y seguir a lo mío. Pero ese día, con esa mancha y con esa camisa, pues lo que hice fue entrar en pánico.

Todo el mundo sabe que el enemigo número uno de las madres de los anuncios de detergentes son las manchas de tomate, por lo que yo, advertido de la peligrosidad del enemigo, entré sin perder ni un segundo en internet para buscar cómo quitar manchas de tomate de la camisa, que encima la jodida era blanca...

Pues siguiendo instrucciones del todo poderoso internet le raspé limón, una capsula del lavavajillas, detergente a saco, la sumergí en agua hirviendo, usé bicarbonato y un par de tropelías más. Todo ello mientras me perdía el programa que estaba viendo.

Y es que me dio pena que la pobre camisa se quedara para siempre marcada por ese trozo de carne y sus respectivos restos que quisieron saltar hacia ella, y yo, ante la posibilidad de evitarlo, no hubiera hecho nada. Quién sabe si hubiera actuado de tal manera si la camiseta no me la hubiera regalado mi ex-novia, y es que por mucho tiempo que haya pasado desde la ruptura, con las parejas como con las manchas de tomate, donde hubo siempre queda.